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El término cyborg fue inventado en los años sesenta, cuando se empezaron a dar cuenta de que esta Tierra no aguantaría a los humanos por mucho tiempo. Se pensaba entonces que íbamos a implantarnos mejoras cibernéticas para sobrevivir en otros planetas. Pocos pensaron que nuestras propias ciudades se convertirían en planetas extraños.
Por: Ira Franco |
De niña soñaba con una realidad steampunk, donde todos los humanos fuéramos libres de aumentar o modificar nuestras capacidades con la tecnología. Un ojo telescópico aquí, un brazo del que salieran cuchillos por allá. Siempre quise ser cyborg.
Lo soy, de hecho, si atendemos a una de las definiciones de Naief Yehya en Homo Cyborg: “El cyborg es cualquier persona que usa el lenguaje oral o escrito para comunicarse, emplea papel y pluma para ayudarse a memorizar o hacer cálculos, ha recibido alguna vacuna o tiene la piel tatuada”. O lo que es lo mismo: ¿acaso crees que esos anteojos de pasta te hacen menos cyborg que un chip en la retina? Ya Platón denostaba el uso de la escritura como elemento cyborgizante (el adjetivo es mío, claro) los libros significaron la pérdida de la memoria y toda una tradición de narración oral.
En realidad, dice Yehya, la definición depende solamente de dónde establezcamos la frontera entre el ser y la herramienta. Tus uñas postizas con figura de perrito contento te hacen un cyborg, igual que aquella navaja suiza que siempre traes en la bolsa del pantalón, los colores que le quitas y le pones al pelo, el maquillaje, el saco con el que caminas como un dandi y, por supuesto, el auto que manejas.
El conductor de pesero y su gran camión bien podrían ser el más temible cyborgcitadino, por ejemplo. Toda una máquina de matar, escandalosa y purulenta, que de vez en cuando funciona como método de transporte. Porque los conductores no se meten a su pesero, se lo ponen. Se enfundan en su vehículo como lo hizo Ripley con aquel robot montacargas en Aliens (Cameron, 1986) y desde allí son casi invencibles. Pasan por lugares tan estrechos que harían dudar a un vocho y pueden someter a sus pasajeros a la velocidad de la luz (imaginada) en el pisar del acelerador, aunque haya que frenar otros tres metros adelante. A la luz de lo poshumano, el conductor de pesero es uno de los más melancólicos cyborgs de la ciudad, dueños de una particular poética cuando al final del día estacionan su armatoste y tienen que volverse sólo humanos. Qué pérdida de poder, qué horror al vacío.
Lo mismo nos pasa a quienes estamos medianamente enamorados de otras máquinas. El auto, el celular, la rasuradora eléctrica, la licuadora. Las amamos como extensiones de nuestro cuerpo porque lo son: con una mano te acaricias la barbilla y con otra rebanas los diminutos pelos que crecieron la noche anterior. En realidad, te acaricias con un brazo mecánico la cara, te quieres con la fría navaja.
Recuerdo hace algunos años, durante la amenaza de influenza H1N1 en el DF. Ésas fueron escenas apocalípticas sanitizadas: las calles se vaciaron y las bolsas de plástico rodantes dominaron el terreno como en invasión zombi, los vagones del metro lleno cyborgs que adoptamos el tapabocas para expresar nuestro terror al otro. Aquella herramienta para evitar el contagio tuvo un divertido efecto secundario: teníamos que oler nuestro propio aliento durante horas. Pocos lo soportaron.
Somos cyborgs de la herramienta química cuando nos metemos algunos mezcales o unos wellbutrines para dislocarnos del horrible 8-6 diario y también cuando nos enfrascamos en una discusión con la novia por Skype. Muchos no estarán en edad de recordarlo, pero en los años noventa ocurrió un hecho insignificante que, sin embargo, quedó embarrado en mi memoria cyborg: aquel pequeño escándalo de cuando el actor Daniel Day-Lewis cortó a una de sus novias por fax. En ese momento me pareció la cúspide de la estupidez, el alejamiento enfermo de lo que yo, ingenuamente, llamaba humanidad. En realidad era tan sólo un desfase entre la realidad de Day-Lewis y la mía: él ya se había instalado en el futuro. Para mí aún era impensable, por ejemplo, que un día mi memoria estaría en internet. Yo, como muchos otros, uso Google como un disco duro externo, por decirlo de algún modo. Allí veo en qué año se estrenó tal película, quién era el presidente en qué sexenio y hasta puedo hurgar en el archivo de mis propios pensamientos tuiterianos uno o dos años atrás (¿Timehop, alguien?). De esa época todavía recuerdo algunos números de teléfono significativos, que, parece mentira, uno solía aprenderse de memoria.
Cosa curiosa: la gente no estaba disponible todo el tiempo, había que esperar a que el otro nos quisiera regresar la llamada, cuando mucho dejar un mensaje unilateral en el contestador sin la certeza de que el personaje en cuestión lo escucharía. Nos mentíamos sanamente ante la precariedad de la tecnología, “el casete se comió tu mensaje”, “lo borré por error”, “no se grabó”. Había mil maneras de franquear la amistad, el amor romántico o la relación laboral sin tener que entregarse del todo: cabía la privacidad y el miasma gris del cyborg aún a medio terminar. Pobres cyborgs de ahora, ya no conocemos un método de escape: somos nuestro celular, nuestros mensajes a toda hora, nuestro chat de Facebook. Para bien y para mal.
Y hablando de celulares, ¿no les parece raro hacer cita por chat? Será mi resistencia al cyborg refinado en que nos hemos convertido, pero más de una vez he sentido angustia de que mi amigo no llegue a donde quedamos de vernos. ¿Esas letras eran realmente él? ¿Sería un impostor que tomó su teléfono y me siguió la corriente? Quién puede estar seguro. El teléfono móvil es el gran agente de la neo-neurosis aislante, la burbuja del “yo y mis cuates del Facebook platicamos en el comedor de la casa de la abuela”, aunque la abuela esté presente y la ignoremos. El cyborg promedio escribirá mil veces “jajaja” en WhatsApp mientras bosteza y tratará de participarte del meme que lo trae cagado de risa, mientras tú, pendiente de tus propios memes, en tu propia burbuja, te jactarás de no entender el chiste —esto es, hasta que alguien lo cuelgue en tu propio timeline—. El celular nos despierta, nos toma fotografías, rescata momentos que no podemos captar en video, almacena instantes que en nuestra imperfecta memoria se harían líquidos. Nos vigila también, claro. Nos subyuga con su doble palomita azul. El teléfono celular, ese aparato que usamos para denunciar al que se estacionó mal, al policía corrupto, al falto de ortografía, a los amantes furtivos y la innegable hermosura del gatito bebé. Es una extensión de nuestro asombro, pero también de nuestra vanidad, de nuestra prepotencia, del relato que preparamos cuidadosamente: me fui a la playa, besé a mis hijos, tengo los mejores gustos musicales del universo, ¡uy, mírenme, soy tan feliz! Aunque nada más sea eso, un relato que nos contamos y le contamos a los demás para sobrellevar lo otro, lo que escondemos, cualquier cosa que eso signifique en la oscuridad de las sábanas.
Hasta los políticos son cyborgs ahora, si bien un poco mentecatos: que alguien les enseñe a tuitear, ¡por Dios! Están saturados de ese mundo viejo donde todavía hay que poner tres sellos a un documento físico y traducen muy mal su brazo tecnológico-autoritario. Usan bots para rellenar el vacío de ideas, les falta pertinencia, gracia, timing. Son los más ridículos cyborgs de nuestra era, los pocos que aún no logran traducir su discurso de papel a bit. Y, sin embargo, ya nadie puede imaginar un régimen político sin el bruto comentario del presidente vía redes sociales. Es parte de nuestro teatro de la democracia cyborg y se volverá tan viejo e institucional como el discurso a cámara cuando se implantó la televisión, sólo falta que venga la nueva cosa, aquello que sustituirá las redes sociales quién sabe cuándo.
Pero la expresión más interesante de nuestro ser cyborg es, creo, el cine. Hace poco le conté a una chica guanajuatense que cuando yo era oficinista en Santa Fe, prefería meterme al cine a quedarme estacionada en el tráfico, así que felizmente pagaba un boleto hasta salvar la hora pico sin importar qué película proyectaban. Claro que no lo podía creer (ella sólo está en su coche 20 minutos seguidos cuando sale a carretera hacia otra ciudad), pero para mí fue sintomático: en las grandes urbes, el cine funciona como una extensión de nuestros sueños, nuestras prisas, nuestros chistes, nuestros calendarios y nuestros problemas viales. Los defeños somos cinemacyborgs por antonomasia. En el cine exaltamos fácilmente nuestra cyborgness, usamos la pantalla como herramienta para no volvernos locos. Llamamos dominguera a la película que nos permite “desconectarnos”, apagar el switch de nuestra conciencia, comer palomitas como cerdos sin que importe el mañana. Creemos que nadie se da cuenta de que a veces disfrutamos el cine que se supone no está pensado para nosotros: los hombres echan lagrimita con las comedias románticas y las mujeres se sienten matonas a sueldo de vez en cuando. Vamos al cine porque en ese cuarto oscuro nos convertimos en el cyborg que siempre soñamos.
Dirán entonces que cualquier objeto creado por el hombre nos hace cyborgs, pero no es precisamente la idea: la cuestión es cuánto necesitamos ese objeto, cuanto no podemos vivir sin él. Para algunos la vida es impensable ya sin sus grupos de Facebook, sin la revisión matutina de frases dislocadas en Twitter, sin el constante monitoreo de la persona amada por el celular. Pero sólo porque se trata de tecnología más sofisticada, no significa que estos individuos sean más cyborgsque aquellos que no pueden despertar sin una taza de café. En esta ciudad no se salva nadie: todos necesitamos cyborgizarnos de algún modo, quizá porque, extrañamente, es lo único que nos humaniza.
Aquí en México, los habitantes tendríamos que nacer, mínimo, con un par de pulmones de repuesto, oídos dotados de un mecanismo para cerrarse —como los párpados en los ojos— para caminar por la avenida Insurgentes, por ejemplo, sin tener que chutarse la cumbia del Melate o el ritmo del perreo del Doctor Simi. Debíamos nacer ya con piernas rápidas e incansables que pudieran suplir la falta de un transporte público coherente. Las mujeres podríamos solicitar, en periodo de maternidad, un par de pezones de acero y otros tres o cuatro brazos, para sostener bolsa, mochila, niño y paleta de caramelo a medio terminar para entrar a un baño público. Yo, en lo particular, desearía regresar mi Google al lóbulo que corresponde dentro del cerebro y tener frescos los años de estreno de mis películas favoritas —con que me instalen un IMDb ya la cosa cambiaría—. Desearía traer un YouTube en la palma de la mano y un Grooveshark en el lóbulo de la oreja que, con sólo pensarlo, pusiera la canción o el video en el que estoy pensando.
Somos, como dice Yehya, un animal extraño que está siempre conectado. Si yo fuera un extraterrestre recién llegado a la Ciudad de México no sabría dónde termina la persona y donde empiezan los gadgets: los lentes, los brackets, el celular, los audífonos, los delineadores, el perfume, los tatuajes. Por más que comamos orgánico y plantemos nuestras propias hortalizas estamos condenados a ser cyborgs porque de ese modo está ya conformado nuestro ser social. Yo, por lo menos, creo que es estupendo: al menos nadie puede dárselas de puro y natural. Esta idea de normalidad tendría que irse desterrando: nadie, ningún cyborg puede ser normal, porque la norma simplemente ha dejado de existir. Y qué bueno.
Ira Franco escribe de viajes, cine y cualquier otra cosa que su cerebro digital pueda procesar. El año pasado publicó su primera novela, La reina está muerta(Editoria FOC, Barcelona, 2014). Extraña mucho a Kubrick.
Fuente: Frente